Muy temprano por la mañana, inquieta, acalorada, Andrea se levantó con la mente fija en el vestidito azul que no se ponía desde hacía tiempo. Y no es que tuviera mucha ropa, -no se puede recorrer mundo cargando vestidos- sino que simplemente se había puesto tantas veces aquel azul cuando lo compró que un buen día se quedó ahí guardado en la maleta-siempre-hecha, esperando a recuperar ese brillo de buen hallazgo con el cual cuentan solo pocas cosas.
Matías,-al que le dicen el pibe, (no sé porqué), no el otro Matías-, estaba profundamente dormido como era de esperarse, porque no se podía levantar nunca antes de ya bien salido el sol.
La noche había sido más cálida que de costumbre y acaso por eso no había podido dormir bien. Por reflejo volteó a ver el atrapa-sueños colgado sobre la cama y sonrió pensando en que se estaba volviendo supersticiosa, sobretodo desde que ella misma los hacía para venderlos en la playa.
Antes de ponerse el vestido, notó el olor de su propio cuerpo, un poco salado como la arena, como el sexo. Se dijo que nunca antes había olido tan bien y se sentó, una vez fuera de la recámara, frente a los primeros rayos del día a dar forma a un nuevo cazador de sueños, acaso para substituir al que ya no estaba funcionando muy bien.
Entrelazó los cordones, le puso a manera de cuentas semillas de varias formas, y notó que mientras lo hacía, un calor crecía entre sus piernas. Sin poner mucha atención fue imitando la leyenda, y como la araña primordial, de cuando el mundo era joven, colgó a la red una pluma de halcón, y entonces ocurrió un palpitar húmedo e impertinente que la hizo reír, un poco de nervios, un poco de gusto. Casi terminada la obra, ya no sabía si apretar más las piernas o separarlas lo suficiente para evitar cualquier roce. Intentó lo último y le pareció sumamente obsceno, tanto así, que la sonrisa maliciosa no se le quitó por el resto del día.
Cuando hubo terminado, anunció a los dos Matías, el de su cama y el otro, que más valdría partir pronto si querían pescar turistas con ánimos de comprar.
Aquel muchacho en la playa, le empezó a hacer preguntas. ¿De dónde eres?, ¿cómo te llamas?, ¿tu haces lo que vendes? Inquisitivo aunque amable, con la vista en el atrapasueños de las semillas. Andrea sin saber porqué contestó todo de muy buen humor. Además él tenía la misma sonrisa que ella conocía bien y cuando le habló de algún asunto de sonámbulos, ella supo perfectamente qué hacer:
Narrando el mito de la araña tomó el filtro mágico y lo puso en manos de su escucha. Un poco nerviosa, conforme avanzaba en el breve relato, la misma impertinencia matinal florecía en un hormigueo por debajo del mínimo algodón azul y le iba subiendo a las caderas, en tanto que los colores a la cara.
Al borde del gemido se apresuró a pedirle por el artilugio la mitad de lo que hubiera pedido, y le dijo categóricamente que debía regalárselo a una muchacha allá en la capital donde él vivía, envuelto en una tela del color del mar. Agregó roja pero con mirada de gitana que por ningún motivo debía de quedarse con él.