jueves, 8 de noviembre de 2007

Sonrisa extraviada


Rodrigo se sentó en ese largo sillón frente a la ventana que había comprado cuando era soltero. Se quitó los zapatos como siempre y se estiró viendo el parque de enfrente. Abrió la ventana para que Cecilia no protestara y encendió un cigarrillo.
El olor de lluvia pasada se mezcló con el del tabaco obscuro y suspiró cansado, o fastidiado, o simplemente resignado.
En un viejo hábito comenzó a pasar las llaves con los dedos como si fueran cuentas y entonces algo le llamó la atención: Una de esas llaves no parecía ser suya, o mejor dicho parecía ser ajena a ese llavero. La observó con cuidado y extrañado no pudo decir de dónde era. Se veía gastada por el uso y no atinó a recordar si ya antes la había visto.
Era una llave moderna, de seguridad, como de una puerta. Dudó por un instante de su memoria, se sabía distraído, pero esto era demasiado. Recorrió mentalmente las puertas, chapas y candados conocidos pero ninguno coincidía con ese objeto.
Para no hacer el tonto, decidió esperar a que Cecilia o Fernanda le dijeran algo, pero pasaron los días y ni su esposa ni su hija hicieron referencia alguna, de hecho se fue percatando que en realidad casi no hablaba con ellas.
El pequeño trozo de metal se fue convirtiendo en un entretenimiento, pues descubrió que imaginar los probable sitios que abría era extrañamente reconfortante, poco a poco comenzó a sonreír de nuevo, como cuando conoció a Cecilia, cuando estudiaban allá tan lejos, como cuando le comenzaron a decir "doctor" y a mirarlo con respeto, como cuando Fernanda empezó a hablar y para sorpresa de todos lo primero que soltó al mundo fue "Digo"
Aquel jueves tuvo que salir tarde del trabajo gracias a uno de los estúpidos proyectos de González y para no verse atrapado en el embotellamiento de la Calle Miranda decidió sin mucho pensarlo cortar por la Escalada y de paso ver los edificios y jardines que tanto le gustaban cuando estaba en la universidad. Se estacionó al lado del número 25, bajó apresurado levantándose el cuello de la gabardina, ocultándose de las ráfagas de viento y lluvia. El portero abrió la gran puerta de cristal del edificio y le saludó con familiaridad "buenas tardes doctor". Él estuvo a punto de quedarse de una pieza sin saber qué decir, pero en cambio entró y corrió hacia el ascensor que ya se cerraba.
Hola, dijo amigable la chica que ya estaba dentro y pulsó dos botones. Al bajar en el último piso, ya solo y con la piernas temblándole, oyó sus propios pasos que le llevaban a una ancha puerta, de un color azul indefinido, de un color marítimo, de un color Mediterráneo.
Aún pensando en que la muchacha del elevador se parecía tanto a Cecilia, ya sin dudarlo y con un brillo en los ojos, Rodrigo Echegaray sacó aquel pequeño objeto metálico, lo separó cuidadosamente de los otros y lo hizo funcionar.
La lluvia empezaba a entrar por la ventana, corrió a cerrarla y entonces percibió el olor a tabaco obscuro. ¿Mamá? ¿Dónde está Rodrigo? Pues… supongo que habrá ido a tirar por fin ese viejo sillón.

1 comentario:

  1. esta muy bueno lo q escribiste a veces no se de donde sacas tantas cosas o se t ocurren q se yo pero bueno x cierto q onda ya es fin es hora de echar la chela no pues t tomas unas frias por mi un abrazo y q t sea leve el dia ciao y q tu fin sea genial

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